Veinte mil leguas de viaje submarino

   Capítulo 18

   Los pulpos

   Durante algunos días, el Nautilus se mantuvo constantemente apartado de la costa americana. Era evidente que su capitán quería evitar las aguas del golfo de México y del mar de las Antillas. No era por temor a que le faltase el agua bajo la quilla, pues la profundidad media de esos mares es de mil ochocientos metros, sino porque esos parajes, sembrados de islas y constantemente surcados por vapores, no convenían al capitán Nemo.

   El 16 de abril avistamos la Martinica y la Guadalupe a una distancia de unas treinta millas. Vi por un instante sus elevados picos.

   El canadiense, que esperaba poder realizar en el golfo sus proyectos de evasión, ya fuese poniendo pie en tierra ya en uno de los numerosos barcos que enlazan las islas, se sintió enormemente frustrado. La huida habría sido allí fácilmente practicable si Ned Land hubiera logrado apoderarse del bote sin que, se diera cuenta el capitán, pero en pleno océano había que renunciar a la idea.

   El canadiense, Conseil y yo mantuvimos una larga conversación al respecto. Llevábamos ya seis meses como prisioneros a bordo del Nautilus. Habíamos recorrido ya diecisiete mil leguas y no había razón, como decía Ned Land, para que eso no continuara indefinidamente. Me hizo entonces una proposición inesperada, la de plantear categóricamente al capitán Nemo esta cuestión: ¿es que pensaba retenernos indefinidamente abordo?

   Me repugnaba la sola idea de efectuar esa gestión, que, además, yo consideraba inútil de antemano. No había nada que esperar del comandante del Nautilus, debíamos contar exclusivamente con nosotros mismos. Por otra parte, desde hacía algún tiempo, ese hombre se había tornado más sombrío, más retraído, menos sociable. Parecía evitarme. Ya no me lo encontraba sino muy raras veces. Antes, se complacía en explicarme las maravillas submarinas; ahora, me abandonaba a mis estudios y no venía al salón.

   ¿Qué cambio se había producido en él? ¿Por qué causa? No tenía yo nada que reprocharme. ¿Tal vez se le hacía insoportable nuestra presencia a bordo? Pero aunque así fuera, no cabía esperar de él que nos devolviera la libertad.

   Rogué, pues, a Ned que me dejara reflexionar antes de actuar. Si la gestión no daba ningún resultado, podía reavivar sus sospechas, hacer más penosa nuestra situación y dificultar los proyectos del canadiense.

En modo alguno podía yo aducir razones de salud, pues si se exceptúa la ruda prueba sufrida bajo la banca del Polo Sur, jamás nos habíamos hallado mejor cualquiera de los tres. La sana alimentación, la atmósfera salubre, la regularidad de nuestra existencia, la uniformidad de la temperatura no daban juego a las enfermedades.

Yo podía comprender esa forma de existencia para un hombre en quien los recuerdos de la tierra no suscitaban la más mínima nostalgia, para un capitán Nemo que allí se sentía en su casa, que iba a donde quería, que por vías misteriosas para otros pero no para él, marchaba hacia su objetivo. Pero nosotros no habíamos roto con la humanidad. Y en lo que a mí concernía, no quería yo sepultar conmigo mis nuevos y curiosos estudios. Tenía yo el derecho de escribir el verdadero libro del mar, y antes o después, más bien antes, quería yo que ese libro pudiera ver la luz.

   Allí mismo, en aguas de las Antillas, a diez metros de profundidad, ¡cuántas cosas interesantes pude registrar en mis notas cotidianas! Entre otros zoófitos, las galeras, conocidas con el nombre de fisalias pelágicas, unas gruesas vejigas oblongas con reflejos nacarados, tendiendo sus membranas al viento y dejando flotar sus tentáculos azules como hüos de seda, encantadoras medusas para la vista y verdaderas ortigas para el tacto, con el líquido corrosivo que destilan. Entre los articulados, vi unos anélidos de un metro de largo, armados de una trompa rosa y provistos de mil setecientos órganos locomotores, que serpenteaban bajo el agua exhalando al paso todos los colores del espectro solar. Entre los peces, rayas molubars, enormes cartilaginosos de diez pies de largo y seiscientas libras de peso, con la aleta pectoral triangular y el centro del dorso abombado, con los ojos fijados a las extremidades de la parte anterior de la cabeza, y que se aplicaban a veces como una opaca contraventana sobre nuestros cristales. Había también balistes americanos para los que la naturaleza sólo ha combinado el blanco y el negro. Y gobios plumeros, alargados y carnosos, con aletas amarillas, y mandíbula prominente. Y escómbridos de dieciséis decímetros, de dientes cortos y agudos, cubiertos de pequeñas escamas, pertenecientes a la familia de las albacoras. Por bandadas aparecían de vez en cuando salmonetes surcados por rayas doradas de la cabeza a la cola, agitando sus resplandecientes aletas, verdaderas obras maestras de joyeria, peces en otro tiempo consagrados a Diana, particularmente buscados por los ricos romanos y de los que el proverbio decía que «no los come quien los coge». También unos pomacantos dorados, ornados de unas fajas de color esmeralda, vestidos de seda y de terciopelo, pasaron ante nuestros ojos como grandes señores del Veronese. Esparos con espolón se eclipsaban bajo su rápida aleta torácica. Los clupeinos, de quince pulgadas, se envolvían en sus resplandores fosforescentes. Los múgiles batían el mar con sus gruesas colas carnosas. Rojos corégonos parecían segar las olas con su afilada aleta pectoral y peces luna plateados dignos de su nombre se levantaban sobre el agua como otras tantas lunas con reflejos blancos.

   ¡Cuántos nuevos y maravillosos especímenes habría podido observar aún si el Nautilus no se hubiese adentrado más y más en las capas profundas! Sus planos inclinados le llevaron hasta fondos de dos mil y tres mil quinientos metros. Allí la vida animal estaba ya sólo representada por las encrinas, estrellas de mar, magníficos pentacrinos con cabeza de medusa, cuyos tallos rectos soportaban un pequeño cáliz; trocos, neritias sanguinolentas, fisurelas y grandes moluscos litorales.

   El 20 de abril nos mantuvimos a una profundidad media de mil quinientos metros. Las tierras más próximas eran las del archipiélago de las Lucayas, islas diseminadas como un montón de adoquines en la superficie del mar. Se elevaban allí altos acantilados submarinos, murallas rectas formadas por bloques desgastados dispuestos en largas hiladas, entre los que se abrían profundos agujeros negros que nuestros rayos eléctricos no conseguían iluminar hasta el fondo.

   Esas rocas estaban tapizadas de grandes hierbas, de laminarias gigantescas, de fucos enormes. Era una verdadera espaldera de hidrófitos digna de un mundo de titanes.

   Estas plantas colosales nos llevaron naturalmente a Conseil, a Ned y a mí a hablar de los animales gigantescos del mar, pues aquéllas están evidentemente destinadas a alimentar a éstos. Sin embargo, a través de los cristales del Nautilus, entonces casi inmóvil, no vi sobre los largos filamentos de esas plantas otras variedades que los principales articulados de la división de los braquiuros, lambros de largas patas, canizreios violáceos v clíos vrovios del mar de las Antillas.

   Era alrededor de las once cuando Ned Land atrajo mi atención sobre un formidable hormigueo que se producía a través de las grandes algas.

   -Son verdaderas cavernas de pulpos -dije -y no me extrañaría ver a algunos de esos monstruos.

   -¿Qué? ¿Calamares? ¿Simples calamares, de la clase de los cefalópodos? -dijo Conseil.

   -No, pulpos de grandes dimensiones. Pero el amigo Land ha debido equivocarse, pues yo no veo nada -añadí.

   -Lo siento -dijo Conseil-, pues me gustaría mucho ver cara a cara a uno de esos pulpos de los que tanto he oído hablar y que pueden llevarse a los barcos hasta el fondo del abismo. A esas bestias les llaman kra…

   -Cra-… cuentos chinos querrá decir -le interrumpió el canadiense, irónicamente.

   -Krakens -prosiguió Conseil, acabando su frase sin preocuparse de la broma de su compañero.

   -Jamás se me hará creer que existen tales animales.

   -¿Por qué no? -respondió Conseil-. Nosotros llegamos a creer en el narval del señor.

   -Y nos equivocamos, Conseil.

   -Sin duda, pero los demás siguen creyendo en él.

   -Es probable, Conseil, pero lo que es yo no admitiré la existencia de esos monstruos hasta que los haya disecado con mis propias manos.

   -Así que el señor ¿tampoco cree en los pulpos gigantescos?

   -¿Y quién diablos ha creído en ellos? -dijo el canadiense.

   -Mucha gente, Ned.

   -No serán pescadores. Los sabios, tal vez.

   -Perdón, Ned. Pescadores y sabios.

   -Pues yo -dijo Conseil en un tono de absoluta seriedadme acuerdo perfectamente de haber visto una gran embarcación arrastrada al fondo del mar por los brazos de un cefalópodo.

   -¿Usted vio eso?

   -Sí, Ned.

   -¿Con sus propios ojos?

   -Con mis propios ojos.

   -¿Y dónde, por favor?

   -En Saint Malo -afirmó imperturbablemente Conseil.

   -¡Ah! ¿En el puerto? -preguntó Ned Land irónicamente.

   -No, en una iglesia.

   -¡En una iglesia!

   -Sí, amigo Ned. Era un cuadro que representaba al pulpo en cuestión.

   -¡Ah! ¡Vaya! -exclamó Ned Land, rompiendo a reír-. El señor Conseil me estaba tomando el pelo.

   -De hecho, tiene razón -intervine yo-. He oído hablar de ese cuadro, pero el tema que representa está sacado de una leyenda, y ya sabéis lo que hay que pensar de las leyendas en materia de Historia Natural. Además, cuando se trata de monstruos, la imaginación no conoce límites.

   No solamente se ha pretendido que esos pulpos podían llevarse a los barcos, sino que incluso un tal Olaus Magnus habló de un cefalópodo, de una milla de largo, que se parecía más a una isla que a un animal. Se cuenta también que el obispo de Nidros elevó un día un altar sobre una inmensa roca. Terminada su misa, la roca se puso en marcha y regresó al mar. La roca era un pulpo.

   -¿Y eso es todo? -preguntó el canadiense.

   -No. Otro obispo, Pontoppidan de Berghem, habla igualmente de un pulpo sobre el que podía maniobrar un regimiento de caballería.

   -Pues sí que estaban bien de la cabeza los obispos de antes -dijo Ned Land.

   -En fin, los naturalistas de la antigüedad citan monstruos cuya boca parecía un golfo y que eran demasiado grandes para poder pasar por el estrecho de Gibraltar.

   -¡Vaya, hombre! -dijo el canadiense.

   -¿Y qué puede haber de cierto en todos esos relatos? -preguntó Conseil.

   -Nada, nada en todo cuanto pasa de los límites de la verosimilitud para desbordarse en la fábula o la leyenda. No obstante, la imaginación de los que cuentan estas historias requiere si no una causa, al menos un pretexto. No puede negarse que existen pulpos y calamares de gran tamaño, aunque inferior sin embargo al de los cetáceos. Aristóteles comprobó las dimensiones de un calamar que medía tres metros diez. Nuestros pescadores ven con frecuencia piezas de una longitud superior a un metro ochenta. Los museos de Trieste y de Montpellier conservan esqueletos de pulpos que miden dos metros. Además, según el cálculo de los naturalistas, uno de estos animales, de seis pies de largo, debería tener tentáculos de veintisiete metros, lo que basta y sobra pará hacer de ellos unos monstruos formidables.

   -¿Se pescan de esta clase en nuestros días? -preguntó Conseil.

   -Si no se pescan, los marinos los ven, al menos. Uno de mis amigos, el capitán Paul Bos, del Havre, me ha afirmado a menudo que él había encontrado uno de esos monstruos de tamaño colosal en los mares de la India. Pero el hecho más asombroso, que no permite ya negar la existencia de estos animales gigantescos, se produjo hace unos años, en 1861.

   -¿Qué hecho es ése? -preguntó Ned Land.

   -A ello voy. En 1861, al nordeste de Tenerife, poco más o menos a la latitud en la que ahora nos hallamos, la tripulación del Alecton vio un monstruoso calamar. El comandante Bouguer se acercó al animal y lo atacó a golpes de arpón y a tiros de fusil, sin gran eficacia, pues balas y arpones atravesaban sus carnes blandas como si fuera una gelatina sin consistencia. Tras varias infructuosas tentativas, la tripulación logró pasar un nudo corredizo alrededor del cuerpo del molusco. El nudo resbaló hasta las aletas caudales y se paró allí. Se trató entonces de izar al monstruo a bordo, pero su peso era tan considerable que se separó de la cola bajo la tracción de la cuerda y, privado de este ornamento, desapareció bajo el agua.

   -Bien, ése sí es un hecho -manifestó Ned Land.

   -Un hecho indiscutible, mi buen Ned. Se ha propuesto llamar a ese pulpo «calamar de Bouguer».

   -¿Y cuál era su longitud? -preguntó el canadiense.

   -¿No medía unos seis metros? -dijo Conseil, que, apostado ante el cristal, examinaba de nuevo las anfractuosidades del acantilado submarino.

   -Precisamente -respondí.

   -¿No tenía la cabeza -prosiguió Conseil coronada de ocho tentáculos que se agitaban en el agua como una nidada de serpientes?

   -Precisamente.

   -¿Los ojos eran enormes?

   -Sí, Conseil.

   -¿Y no era su boca un verdadero pico de loro, pero un pico formidable?

   -En efecto, Conseil.

   -Pues bien, créame el señor, si no es el calamar de Bouguer éste es, al menos, uno de sus hermanos.

   Miré a Conseil, mientras Ned Land se precipitaba hacia el cristal.

   -¡Qué espantoso animal! -exclamó.

   Miré a mi vez, y no pude reprimir un gesto de repulsión. Ante mis ojos se agitaba un monstruo horrible, digno de figurar en las leyendas teratológicas.

   Era un calamar de colosales dimensiones, de ocho metros de largo, que marchaba hacia atrás con gran rapidez, en dirección del Nautilus. Tenía unos enormes ojos fijos de tonos glaucos. Sus ocho brazos, o por mejor decir sus ocho pies, implantados en la cabeza, lo que les ha valido a estos animales el nombre de cefalópodos, tenían una longitud doble que la del cuerpo y se retorcían como la cabellera de las Furias. Se veían claramente las doscientas cincuenta ventosas dispuestas sobre la faz interna de los tentáculos bajo forma de cápsulas semiesféricas. De vez en cuando el animal aplicaba sus ventosas al cristal del salón haciendo en él el vacío. La boca del monstruo -un pico córneo como el de un loro -se abría y cerraba verticalmente. Su lengua, también de sustancia córnea armada de varias hileras de agudos dientes, salía agitada de esa verdadera cizalla. ¡Qué fantasía de la naturaleza un pico de pájaro en un molusco! Su cuerpo, fusiforme e hinchado en su parte media, formaba una masa carnosa que debía pesar de veinte a veinticinco mil kilos. Su color inconstante, cambiante con una extrema rapidez según la irritación del animal, pasaba sucesivamente del gris lívido al marrón rojizo.

   ¿Qué era lo que irritaba al molusco? Sin duda alguna, la sola presencia del Nautilus, más formidable que él, sobre el que no podían hacer presa sus brazos succionantes ni sus mandíbulas. Y, sin embargo, ¡qué monstruos estos pulpos, qué vitalidad les ha dado el Creador, qué vigor el de sus movimientos gracias a los tres corazones que poseen!

   El azar nos había puesto en presencia de ese calamar y no quise perder la ocasión de estudiar detenidamente ese espécimen de los cefalópodos. Conseguí dominar el horror que me inspiraba su aspecto y comencé a dibujarlo.

   -Quizá sea el mismo que el del Alecton dijo Conseil.

   -No -respondió el canadiense-, porque éste está entero y aquél perdió la cola.

   -No es una prueba -dije-, porque los brazos y la cola de estos animales se reforman y vuelven a crecer, y desde hace siete años la cola del calamar de Bouguer ha tenido tiempo para reconstituirse.

   -Bueno -dijo Ned-, pues si no es éste tal vez lo sea uno de ésos.

   En efecto, otros pulpos aparecían a estribor. Conté siete. Hacían cortejo al Nautilus. Oíamos los ruidos que hacían sus picos sobre el casco. Estábamos servidos.

   Continué mi trabajo. Los monstruos se mantenían a nuestro lado con tal obstinación que parecían inmóviles, hasta el punto de que hubiera podido calcarlos sobre el cristal. Nuestra marcha era, además, muy moderada.

   De repente, el Nautilus se detuvo, al tiempo que un choque estremecía toda su armazón.

   -¿Hemos tocado? -pregunté.

   -Si, así es -respondió el canadiense-, ya nos hemos zafado porque flotamos.

   El Nautilus flotaba, pero no marchaba. Las paletas de su hélice no batían el agua. Un minuto después, el capitán Nemo y su segundo entraban en el salón.

   Hacía bastante tiempo que no le había visto. Sin hablarnos, sin vernos tal vez, se dirigió al cristal, miró a los pulpos y dijo unas palabras a su segundo.

   Éste salió inmediatamente. Poco después, se taparon los cristales y el techo se iluminó.

   Me dirigí al capitán, y le dije, con el tono desenfadado que usaría un aficionado ante el cristal de un acuario.

   -Una curiosa colección de pulpos.

   -En efecto, señor naturalista -me respondió-, y vamos a combatirlos cuerpo a cuerpo.

   Creí no haber oído bien y miré al capitán.

   -¿Cuerpo a cuerpo?

   -Sí, señor. La hélice está parada. Creo que las mandíbulas córneas de uno de estos calamares han debido bloquear las aspas, y esto es lo que nos impide la marcha.

   -¿Y qué va usted a hacer?

   -Subir a la superficie y acabar con ellos.

   -Empresa difícil.

   -Sí. Las balas eléctricas son impotentes contra sus carnes blandas, en las que no hallan suficiente resistencia para estallar. Pero los atacaremos a hachazos.

   -Y a arponazos, señor -dijo el canadiense-, si no rehúsa usted mi ayuda.

   -La acepto, señor Land.

   -Les acompañaremos -dije, y siguiendo al capitán Nemo nos dirigimos a la escalera central.

   Allí se hallaba ya una decena de hombres armados con hachas de abordaje y dispuestos al ataque. Conseil y yo tomamos dos hachas y Ned Land un arpón.

   El Nautilus estaba ya en la superficie. Uno de los marinos, situado en uno de los últimos escalones, desatornillaba los pernos de la escotilla. Pero apenas había acabado la operación cuando la escotilla se elevó con gran violencia, evidentemente «succionada» por las ventosas de los tentáculos de un pulpo.

   Inmediatamente, uno de estos largos tentáculos se introdujo como una serpiente por la abertura mientras otros veinte se agitaban por encima. De un hachazo, el capitán Nemo cortó el formidable tentáculo, que cayó por los peldaños retorciéndose.

   En el momento en que nos oprimíamos unos contra otros para subir a la plataforma, otros dos tentáculos cayeron sobre el marino colocado ante el capitán Nemo y se lo llevaron con una violencia irresistible.

   El capitán Nemo lanzó un grito y se lanzó hacia afuera, seguido de todos nosotros.

   ¡Qué escena! El desgraciado, asido por el tentáculo y pegado a sus ventosas, se balanceaba al capricho de aquella enorme trompa, jadeaba sofocado, y gritaba «¡Socorro! ¡Socorro!». Esos gritos, pronunciados enfrancés, me causaron un profundo estupor. Tenía yo, pues, un compatriota a bordo, varios tal vez. Durante toda mi vida resonará en mí esa llamada desgarradora.

   El desgraciado estaba perdido. ¿Quién podría arrancarle a ese poderoso abrazo? El capitán Nemo se precipitó, sin embargo, contra el pulpo, al que de un hachazo le cortó otro brazo. Su segundo luchaba con rabia contra otros monstruos que se encaramaban por los flancos del Nautilus. La tripulación se batía a hachazos. El canadiense, Conseil y yo hundíamos nuestras armas en las masas carnosas. Un fuerte olor de almizcle apestaba la atmósfera.

   Por un momento creí que el desgraciado que había sido enlazado por el pulpo podría ser arrancado a la poderosa succión de éste. Siete de sus ocho brazos habían sido ya cortados. Sólo le quedaba uno, el que blandiendo a la víctima como una pluma, se retorcía en el aire. Pero en el momento en que el capitán Nemo y su segundo se precipitaban hacia él, el animal lanzó una columna de un líquido negruzco, secretado por una bolsa alojada en su abdomen, y nos cegó. Cuando se disipó la nube de tinta, el calamar había desaparecido y con él mi infortunado compatriota.

   Una rabia incontenible nos azuzó entonces contra los monstruos, diez o doce de los cuales habían invadido la plataforma y los flancos del Nautilus. Rodábamos entremezclados en medio de aquellos haces de serpientes que azotaban la plataforma entre oleadas de sangre y de tinta negra. Se hubiera dicho que aquellos viscosos tentáculos renacían como las cabezas de la hidra. El arpón de Ned Land se hundía a cada golpe en los ojos glaucos de los calamares y los reventaba. Pero mi audaz compañero fue súbitamente derribado por los tentáculos de un monstruo al que no había podido evitar.

   No sé cómo no se me rompió el corazón de emoción y de horror. El formidable pico del calamar se abrió sobre Ned Land, dispuesto a cortarlo en dos. Yo me precipité en su ayuda, pero se me anticipó el capitán Nemo. El hacha de éste desapareció entre las dos enormes mandíbulas. Milagrosamente salvado, el canadiense se levantó y hundió completamente su arpón hasta el triple corazón del pulpo.

   -Me debía a mí mismo este desquite -dijo el capitán Nemo al canadiense.

   Ned se inclinó, sin responderle.

   Un cuarto de hora había durado el combate. Vencidos, mutilados, mortalmente heridos, los monstruos desaparecieron bajo el agua.

   Rojo de sangre, inmóvil, cerca del fanal, el capitán Nemo miraba el mar que se había tragado a uno de sus compañeros, y gruesas lágrimas corrían de sus ojos.